Pablo Gómez
He pasado la vida observando los alimentos que se aman y los que se rechazan. No es distinto a lo que ocurre entre las personas: algunos se buscan para completarse; otros, al encontrarse, se destruyen.
Hay hojas de nori que solo admiten el roce del arroz, y se encogen si las toca la mantequilla. El wasabi, altivo, se entrega solo al pescado crudo, y pierde su alma si lo acercas a la miel. El roquefort tolera el vino, pero desprecia la cerveza. El pan negro no entiende la suavidad del arroz, ni el arenque la dulzura de una fruta tropical.
Y hay guisos sagrados que solo pueden prepararse con las manos de quienes los heredaron, pues en ellos un ingrediente cambiado es una blasfemia. Cada alimento encierra un pequeño miedo: el de perder su pureza en el contacto con otro.
Pero existen algunos que viajan, que se ofrecen sin defensa. El jitomate aprendió a hablar otras lenguas y en todas conservó su dulzura. El maíz enseñó a otros pueblos a transformar la tierra en pan. El cacao endulzó inviernos que jamás conocieron la selva. La calabaza cambió de estación sin perder su forma. La vainilla perfumó postres lejanos y nunca olvidó su origen.
Ninguno impuso su sabor. Se dejaron transformar, y al morir, sobrevivieron mejor que los que temen mezclarse.
Y luego está el chile.
Nadie sabe cómo llegó a tantas mesas, pero casi siempre lo probaron con recelo. Su fuego, incomprendido, fue recibido como exceso, como una ofensa al paladar tranquilo. Se lo probó una vez y se lo apartó con prisa, sin comprender que el ardor no era castigo, sino promesa.
Porque el chile no busca agradar. No se adapta ni se disfraza. Pide paciencia, pide confianza, pide repetir el intento. Su don no se entrega a quien huye del primer dolor.
Quien insiste, sin embargo, descubre que el fuego inicial no destruye, sino abre. Que detrás del ardor hay una dulzura mínima, apenas un rastro, como una voz que se deja oír solo después del silencio. El chile enseña que el dolor y el placer pueden convivir,
que la diferencia requiere tiempo, y que la ternura a veces se disfraza de desafío.
Por eso pienso que el chile es la metáfora de lo que el mundo aún no comprende:
que la otredad no se conquista, se cultiva;
que lo desconocido no debe suavizarse para ser amado, sino saborearse con lentitud,
hasta que la lengua aprenda a entenderlo.
He visto a muchos rechazarlo con una mueca, como si hubieran probado la verdad demasiado pronto. Y cada vez que eso ocurre, me parece que la humanidad pierde un matiz más de su propio sabor.
Porque solo quien soporta el fuego, llega a conocer la dulzura que lo sigue. Y cuando ese equilibrio ocurre, por un instante, apenas el mundo deja de ser territorio, y se vuelve boca: una que, por fin, aprende a gustar lo distinto.